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viernes, 9 de abril de 2010

Romero y las vicisitudes de papá


De nuevo nuestro querido amigo Antonio Castaño, siempre fiel, nos aporta sus artículos, gracias.-

Romero y las vicisitudes de papá
Recostado sobre aquellas blancas sábanas que seguían esperando noticias de ultramar, aquellas sábanas crujientes de desvelos almidonados, allí, tranquilamente impaciente, ansiaba la llamada que lo transportaría a ese sitio soñado del que nunca quería salir, pero al que tanto trabajo le costaba llegar.
¿Cómo imaginar el paraíso? Creo que esta pregunta nunca me atrevería a hacérsela a papá. Demasiado fácil para él, tan acostumbrado a lo excelso, a lo inalcanzable. Para rozar el éxtasis, a él le hacían falta pocas cosas, por ello, muchas veces, confundía el éxtasis con la habitualidad y eso le ponía de los nervios.
¿Donde coño estará? se preguntaba una y otra vez cansado de dar vueltas con la vista a la habitación trasera del hotel donde habitualmente vaciaba sus pasiones y donde siempre despedía sus deseos.
Como señal de socorro medida, al fin sonaron aquellos toques de sensuales nudillos en la puerta anunciando una salvación eventual de su desesperación. La inquieta luz del pasillo se coló en la habitación mucho antes de que nadie le diera permiso y tras ella apareció la inquietante silueta mulata de Yashminne.
Esta vez parecía que Romero había acertado en la elección y automáticamente los continuos deseos de proyectar su ira sobre el pobre Romero dieron paso a una amabilidad poco usual en papá. No se entretuvo en cerrar la puerta, ya Romero se ocuparía de ello cuando los sonidos de la habitación lograran sonrojar al recibidor de la entreplanta.
De lo ocurrido allí dentro, en la habitación donde papá desahogaba habitualmente sus tormentos, no me parece oportuno ofrecer detalle alguno. Aquella historia a partir de ese momento se quedó suspendida en el “sofalito” rojo de Romero, aquel que se encontraba frente a la habitual puerta del ascensor, pintada de ese habitual y horroroso gris calamita y con ese habitual y borroso cristalito central que se encendía y apagaba caprichosamente, como el intermitente de un coche viejo, averiado…
Aquella silueta morena salió de la habitación muchísimo antes de lo que cualquier mortal hubiera querido e imaginado y a continuación, era lo lógico, el pobre Romero comenzó a rezar a todos los santos del cielo para que aquel rápido final hubiera sido producto de la caprichosa próstata de papá y no de cualquier vicisitud ligada a la entrepierna de la muchacha.
Se temió lo peor y bajó las escaleras como una ráfaga antes de que la potente voz de papá se asomara por la esquina del recibidor de la entreplanta queriendo averiguar algo que, probablemente, fuera muy difícil de averiguar.
Romero permaneció impávido en la reducida recepción del hotel a la espera de conclusiones. Papá bajó los peldaños de la escalera dándose pequeños tironcitos de la parte trasera de su chaqueta de mezclilla.
Pasó junto a Romero sin reparar en él, con un aire arrogante, como queriendo ignorarlo. Tras su eterno olor a Álvarez Gómez, comenzó a procesionar Romero más como un alma en pena que como lo que verdaderamente era, el mejor “propio” que jamás tuvo papá.
Llegaron a la calle y el eficaz Carranza ya tenía abierta la enorme puerta del precioso coche negro de papá por donde rebosaba hacía el suelo, como el agua de un lavabo atascado, la melodía acompasada que salía de los altavoces interiores y que decía: "tristeza nao ten fin, felicidade sim".
A Felicidade, aquella canción de Vinicius de Moraes que hizo sublime la voz de Antonio Carlos Jobim.
La puerta se cerró tras papá y Romero procedió a ocupar la plaza delantera de aquel maravilloso vehículo tomando una bocanada de aire fresco antes de proceder a bucear en la mullida alfombrilla beige, llegado el temporal.
Papá abrió la boca de muy mala gana y le dijo a Carranza:
“Tú, quita esa música de negros si no quieres volver al tractor mañana mismo”.
Y a continuación, dirigiéndose a un Romero que andaba perdido en aquel escueto espacio vehicular, le soltó sin inmutarse:
“Y tú, imbécil, cerciórate de que la próxima que venga a intentar camelarme a mis dominios no haya hecho la mili de cabo primero como el que acaba de salir despedido de mi habitación”.
Y reprimió una patada en los cojones de Romero porque el respaldo del asiento del coche negro de papá le impidió aquella deseada ejecución.
Romero nunca volvió a llevarle desconocidas-desconocidos a papá…

A.C.J.

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